El ombligo, en el Hombre de Vitruvio que dibujó Leonardo, es el centro del círculo y del cuadrado que lo circunscribe —no es el centro del hombre, esos son sus genitales, pero de eso hablaremos en otra ocasión—. El ombligo, además, es algo que tenemos todos; parece obvio decirlo, pero es algo en lo que poco reparamos. Si alguien no tiene pelo, salta a la vista, si le falta alguna extremidad, más aún, si hablamos con alguien que tiene un ojo de vidrio es imposible no mirarle el globo ficticio esperando ingenuamente que su pupila se dilate; sin embargo, como el ombligo vive guarecido tras la ropa, solemos olvidarlo, lo obviamos.

Los hay saltones, profundos, algunos discretos y otros que comparten similitudes con el cráter dejado por el meteorito que eliminó a los dinosaurios de la faz de la tierra y es, quizá, un símbolo indiscutible de que somos terrestres, de que somos personas —hasta los niños de probeta tienen ombligo—.

Es decir, quienes menos en común tengan con nosotros, también tendrán un ombligo, el cual, además, será el centro de su círculo y su cuadrado. El ombligo es el centro de nuestro universo personal y lo que nos da unidad como especie, género, familia, orden y hasta clase, porque todos los mamíferos tienen un ombligo, una cicatriz que delata la dependencia a nuestras madres.

En otras palabras, todo ser que haya sido gestado dentro del útero de una mujer, tiene un ombligo. Con este hecho debemos aceptar, sin embargo, que un político, de quien calculábamos por sus acciones que no tenía madre, desmentiría inevitablemente nuestra suposición mostrándonos su ombligo.

Asimismo, hay personas en el mundo de quienes dudamos sobre su cualidad humana: algunos dudan de los abogados, de los traductores, de algunos criminales y, sin embargo, con su ombligo tendríamos que aceptar que son como nosotros.

Y hasta en casos más extremos, los negros, los ateos, los inmigrantes y las mujeres, tienen en común el ombligo con quienes los denigran, los vilipendian y les niegan sus derechos. Todos tenemos un ombligo.